Las venas abierta de America Latina
EDUARDO GALEANO.
RUINAS DE POTOSÍ: EL CICLO
DE LA PLATA:
Analizando la naturaleza de las relaciones
«metrópoli-satélite» a lo largo de la historia de América Latina como una
cadena de subordinaciones sucesivas, André Gunder Frank ha destacado, en una de
sus obras'", que las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y
la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la
metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las
mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia
Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas
por la metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron. Potosí
brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas,
en México, vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro
rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor
giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo,
carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán,
que la abastecían de animales de tracción y de tejidos; las minas de mercurio
de Huancavélica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima,
principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala el principio
del fin para la economía de la plata que tuvo su centro en
Potosí; sin embargo, en la
época de la independencia, todavía la población del territorio que hoy
comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina.
Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la
población argentina.
Aquella sociedad potosina,
enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de
sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de
cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un
caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en
toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes. Bolivia,
hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no
resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más
ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La
ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja
señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando
conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad
condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una
herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría
que empezar por pedirle disculpas.
Se vive de los escombros.
En 1640, el padre Álvaro Alonso-Barba publicó en Madrid, en la imprenta del
reino, su excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño, escribió
Barba, «es veneno» (39 Álvaro Alonso-Barba, Arte de los metales, Potosí, 1967)
Mencionó cerros donde «hay
mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y por no hallarle la plata que todos
buscan, lo echan por ahí». En Potosí se explota ahora el estaño que los
españoles arrojaron a un lado como basura. Se venden las paredes de las casas
viejas como estaño de buena ley. Desde las bocas de los cinco mil socavones que
los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo
de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de
dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los
montones de roca, acumulados en torno de los infinitos agujeros, tienen todos
los colores: son rosados, lilas, púrpuras, ocres, grises, dorados, pardos. Una
colcha de retazos. Los llamperos
rompen la roca y las
paIliris indígenas, de mano sabía para pesar y separar, picotean, como
pajaritos, los restos minerales en busca de estaño. En los viejos socavones que
no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una
mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un
relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas; Los pallacos
cavan a pico y pala pequeños túneles para extraer veneros de los despojos. «El
cerro es rico todavía -me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra
con las manos-. Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como si fuera
planta, igual». Frente al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la
devastación. Es un monte llamado Huakajchi, que en quechua significa: «Cerro
que ha llorado». De sus laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los
«ojos de agua» que dan de beber a los mineros.
En sus épocas de auge, al promediar el siglo
XVII, la ciudad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o
criollos o imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial
americano. Melchor Pérez de Holguín, el
Greco de América, dejó una
vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento
pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo, a la espléndida
Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño
Jesús y con el otro a un santo. Los orfebres, los cinceladores de platería, los
maestros del repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el
yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí
con
tallas y altares de
infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos
valiosísimos, Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han
resistido el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los
cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, ni con las
figuras y objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las
iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas
hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno.
Estas iglesias
desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas
por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido
saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende
todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado»
de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada
luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas
enroscadas en las columnas, hasta los capiteles, junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la
vida alternando con el ascetismo románico, los rostros morenos de algunas
divinidades y las cariátides de rasgos indígenas. Hay iglesias que han sido
reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia
de San Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste; en febrero de 1970, sobre
los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: «El mundo
está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también
en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en
almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están
aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los
vecinos de Potosí queman cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por
ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y
que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de
plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los
curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta
por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes,
guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el
Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la
plata había sido interpretada como un castigo divino por las atrocidades y los
pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los
banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el
culto religioso a todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un
subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época
del esplendor, fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y
celebraban suntuosos oficios fúnebres. Llaves de plata pura para las puertas
del cielo: el mercader Alvaro Bejarano había ordenado, en su testamento de
1559, que acompañaran su cadáver «todos los curas y sacerdotes de Potosí». El
curanderismo y la brujería se
mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de los
fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción con campanilla
y palio podía, como la comunión, curar al agonizante, aunque resultaba mucho
más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o de un altar
de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en algunos
conventos refrescaban el cuerpo: en otros, daban calor. «El Credo era fresco
como el tamarindo o el nitro dulce y la
Salve era cálida como el azahar o el cabello de
choclo... » (40 Gustavo Adolfo Otero, op, cit)
En la calle Chuquisaca puede uno admirar el
frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Cayara, pero el palacio
es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de
campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una
escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el
pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se han debido
ir...». La anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron
los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces
menos habitantes que hace cuatro siglos. Contemplo el cerro desde una azotea de
la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las
casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que
pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle.
Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina
bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de amor y
se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres».
La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas
oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches:
vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.
Junto con Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima
agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca
sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del
cerro rico de Potosí.
Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su
corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones,
parques y quintas de recreo brotaban continuamente junto con los juristas, los
místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo,
su sello. «Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes...». Antes,
ésta fue la capital cultural de dos virreinatos, la sede del principal
arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia,
la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de
Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y
Colquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las
fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas
fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los
enseres de oro, para que los recogiesen los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos
de Triunfo, y dicen que con las joyas de su virgen se podría pagar toda la
gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias
que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de América, hoy ofrecen un
tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco, que tantas veces anunciara
sublevaciones y motines, hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco
importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida
todavía la Suprema Corte de justicia. Por las calles pasean innumerables
leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la
decadencia: doctores de aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo.
Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a
sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien
supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta un título de príncipe.
En Potosí y en Sucre sólo quedaron vivos los fantasmas de la
riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales
anglochilenos agotaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos
metros de ancho, con una altísima ley; ahora sólo restan las ruinas humeantes
de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como si todavía existiera,
identificada como un centro minero todavía vivo, con su pico y su pala
cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de
dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México entre
1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro (41 Fernando Carmona, prólogo a Diego López Rosado, Historia y pensamiento económico de México, México, 1968) Por entonces no había minas más importantes en
América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, en Guanajuato, con
la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la Valenciana
producía 36 veces más plata, al filo del siglo, y dejaba a sus accionistas
ganancias 33 veces más altas. El conde Santiago de la Laguna vibraba de emoción
al describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y «los preciosos tesoros
que ocultan sus profundos senos», en los cerros «todos honrados con más de
cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas
Majestades», Dios y el Rey, y «para que todos acudan a beber y participar de lo
grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano y
de lo noble», porque era «fuente de sabiduría,
policía, armas y nobleza... ». El cura Marmolejo describía más tarde a la ciudad de Guanajuato,
atravesada por los puentes, con jardines que tanto se parecían a los de
Semíramis en Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de
toros, los palenques de gallos y las torres y las cúpulas alzadas contra las
verdes laderas de las montañas. Pero éste era «el país de la desigualdad» y
Humboldt pudo escribir sobre México: «Acaso en ninguna parte la desigualdad es más espantosa... la
arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar de las
mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se
contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del
populacho». Los socavones engullían
hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, «que vivían sólo para salir del día», padecían hambre endémica y las pestes los
mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades
provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora,
había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se
derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero,
nieto pordiosero». En una representación
dirigida al gobierno, en
1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la
necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de
prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: «Preciso
es recurrir al fomento de la industria, como única fuente de una prosperidad
universal -decía-. De nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no
fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si éstas decayesen
otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora
floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas
minas». La profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas
languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad
minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra
hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y
plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que
el distrito de Guanajuato tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No
crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar
el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de
nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que
las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del
estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven
actualmente en chozas de una sola habitación.
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