La dictadura es una forma de ejercer el poder del Estado concentrado en una persona o grupo. desde su origen en la República romana y su no institucionalización por el constitucionalismo liberal del siglo XIX la dictadura a venido a convertirse en un modelo para gobiernos revolucionarios o e facto que justifican la concentración del poder en la presencia de circunstancias excepcionales.
En América latina, los regímenes dictatoriales han sido tradicionalmente instrumentos de políticas destinadas a favorecer los intereses económicos y sociales dominantes en perjuicio de los restantes sectores de la sociedad a los que se ha procurado desmovilizar y desarticular.
Como las dictaduras ejercidas por un hombre o familia:
Anastasio Somoza García; dictador de Nicaragua entre 1937 y 1947 ,y entre 1950 y 1956.
François Duvalier , Conocido con
el sobrenombre de Papa Doc fue un médico y político haitiano, presidente
constitucional de su país a partir de 1957 y posteriormente, desde 1964 hasta
su muerte en 1971, dictador de Haití en calidad de presidente vitalicio.
Aquellas ejercidas por las fuerzas de las armas institución:
Dictadores argentinos: como Onganía- Levingston-Lanusse.
Juan Maria Bordaberry; La dictadura cívico-militar uruguaya se extendió entre el 27 de junio de 1973 y el 28 de febrero de 1985. Fue un período durante el cual Uruguay fue regido por un gobierno cívico-militar no ceñido a la Constitución y surgido tras el Golpe de Estado del 27 de junio de 1973.
Augusto José Ramón Pinochet Ugarte; fue un militar chileno que encabezó la dictadura existente en ese país entre los años 1973 y 1990.
Alfredo Stroessner Matiauda, fue un militar, político y dictador paraguayo. Fue presidente de la República de Paraguay (1954-1989), donde ejerció una dictadura que duró 35 años. Cometió crímenes de lesa humanidad contra el pueblo paraguayo.
En el ámbito de la polémica se ubica, la definición de un régimen revolucionario:
Fidel Alejandro Castro Ruz; es un cubano comunista revolucionario y político que fue primer ministro de cuba desde 1959 hasta 1976, y presidente desde 1976 hasta 2008.
Dictaduras
La disyuntiva entre dictadura y democracia adquiere una trascendencia singular; queda siempre el grave riesgo de que se discuta sobre términos imprecisos, aun sobre meras palabras, equivocándose la sustancia misma del conflicto. Dictadura y democracia son palabra de contenido variable y para tomar partido es importante asignarle a cada uno un valor fijo. Estas dos formas de ejercicio del poder político son radicalmente diversas en cuanto a su fisonomía, y los mecanismos por los cuales se instauran y funcionan, son absolutamente distintos. La democracia es un sistema institucional sumamente complejo; la dictadura, por el contrario, es un sistema mucho más sencillo y no requiere el delicado juego de factores que permitan el funcionamiento de las instituciones; sin embargo la afluencia con la que han sucedido uno y otro sistema en algunos países de latinoamericana ha terminado por crear una imagen de la realidad político-social que ha logrado imponerse en muchos espíritus. Según esa imagen, la democracia y dictadura son sistemas políticos que se suceden según una misma dinámica; el primero es el sistema normal, el segundo es el anormal. Una explicación , la presunta imperfección de las instituciones; la ausencia de una falta de educación política, “… si el pueblo fuera mas culto…”(con la comparación de algún país europeo). En palabra de José L. Romero, …”es menester buscar las causas del desajuste no es la imperfección formal de las instituciones o en la falta de educación política de los ciudadanos, sino en cierta inadecuación del sistema con respecto a la situaciones reales que caracterizan a la sociedad..” La dictadura no es un fenómeno que pueda definirse solo negativamente , como una quiebra de la juridicidad, es también el resultado de un proceso activo, destructor en algunos casos pero creador en otros.
Retornándonos a la antigüedad encontraremos dictaduras que se sucedieron como la de Lucio Quincio Cinciniato (o sea el crespo) en Roma alrededor del 419 a.C. aprox.
En tiempos de guerra o situaciones que exigían decisiones rápidas, se confiaba el poder a un solo hombre. El senado nombraba un dictador por un periodo de seis meses y se lo investía de un poder ilimitado sobre la comunidad incluso en la vida de los ciudadanos. El puesto de dictador, era, excepcional y limitado, nadie podía ejercerlo mas de seis meses ; cumplida su misión el cesante volvía a ser un ciudadano cualquiera dispuesto a rendir cuentas de las medidas tomadas durante su gobierno.
Alrededor del 82 a.C. Lucio Cornelio Sila durante su dictadura aparecen las proscripciones: tablas donde se encontraban los nombres de las personas que se buscaban y pagaban recompensa vivos o muertos.
Con esto verificamos las dimensiones que puede tomar la dictadura ; ya que es un proceso activo, que como mencionamos anteriormente, puede ser creador como en el caso de Cinciniato o destructor como Sila.
Dictadura: (como palabra significa): Sistema político en el que una persona o un pequeño grupo de ellas ejercen el poder sin limitaciones constitucionales.
El significado Etimológico de la palabra: viene del latín, sus componentes léxicos son dictare (dictor) mas el sufijo ura (actividad resultada).
Para realizar un análisis de dicha palabra conviene postergar por un momento la valoración ética de la palabra, las peculiaridades del ejercicio del poder dictatorial con sus secuelas de barbarie, con sus valores muy representativos, con lo cual suele ocultarse el panorama del cual se explica su origen.
En el seno de una democracia inestable hay siempre escondida una posibilidad de dictadura; podrá sobrevivir o sortearse el peligro; si sobrevive podrá ser mas o menos cruel, pero una medida de fuerza esta dentro de la lógica de un proceso institucional caracterizado por el desajuste entre el orden político y el orden social.
Teóricamente el orden Democrático suponía la existencia de un conjunto social compuesto por ciudadanos equivalentes. Si cada ciudadano vale por uno en la cuenta de las mayorías y las minorías, se admite formalmente aquella equivalencia, consagrada por lo demás en la “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano”
Esta compuesta no de ciudadanos equivalentes, sino de individuos de disímil valor, según condiciones sociales que no están escritas pero gravitan sobre las actitudes y la capacidad de decisión de una manera radical.
Presiones sociales, culturales y económicas actúan sobre los individuos de manera diversa y en relación con su posición en una escala, hay, en efecto vigorosos fenómenos de movilidad social.
Dada esa situación, la democracia latinoamericana nunca ha sido verdaderamente representativa. De hecho o de derecho, siempre a excluido a cierto sectores que en cierto momento, han tomado conciencia de que están al margen del proceso por el que se constituye el poder político.
Son generalmente cambios económicos que alteran el sistema de producción o la distribución ocupacional o geográfica de ciertos grupos, a raíz de los cuales se alteran las condiciones tradicionales de vida con respecto a las que se había alcanzado ya sierto nivel de conformismo, frente a las nuevas situaciones, renace la actitud crítica y se replantea el problema de la posición del grupo dentro de la representatividad y, en mayor medida, se produce esa cancelación del consentimiento sobre el que funcionaba la totalidad del sistema institucional.
A parir de este momento, el cuadro adquiere los contornos de una crisis, superficial o profunda, breve o duradero, espontanea o conducida por cierta interpretación de las posibilidades que se abren en la lucha por el poder. La figura exterior de la crisis es la alteración del orden, y la respuesta a ese fenómeno es una afirmación del poder político que, en cuanto sobrepasa los límites de la ley, se configura una dictadura cuyo fruto es imprevisible.
¿En que manos cae ese poder? Un conjunto de circunstancias también imprevisible conduce el proceso y su resultado es aleatorio.
Si es imprevisible, en cuanto a, quien ha de recoger y ejercer el poder dictatorial, resulta un poco menos oscuro establecer el sentido general de la política dictatorial. Se ha hablado de dictadura de derecha y dictadura de izquierda a estos términos imprecisos, prefiero un análisis de las fuerzas que las apoyan. En general, creo que las dictaduras que reciben el apoyo de grupos que estaban representados en el orden institucional tradicional y dictaduras que reciben el apoyo de grupos que no estaban representados en él.
Sobre esa basa es mas fácil entender la mecánica del poder dictatorial en relación, con el pasado y el futuro del proceso político latinoamericano para el cual hay que tener en cuenta tres aspectos para su comprensión de las raíces del militarismo en América Latina.
Para empezar, en primer lugar un análisis sobre las instituciones militares; en segundo lugar las sociedades de la región; en tercer lugar debe centrarse sobre el estado ya que las instituciones militares son parte de ese estado.
Ignorar las sociedades en las que se enmarcan y los poderes sobre los que se imponen, impide comprender el poder militar y el papel de los militares en la vida publica latinoamericana.
La concentración del poder económico y social, la rigidez, las divisiones y la longevidad de dominación social conformaron en el continente modelos de autoridad y tipos específicos de relaciones sociales sumamente verticalistas, que generalizaron modelos autoritarios de dominación. Se diseño así, entre la elite y las masa, un estilo de relaciones representativas paternalista y clientelar.
Los golpes de estado son, golpes del estado contra sectores sociales cuyo peso limitaba la autonomía o hacia peligrar el funcionamiento de aquél como garante del pacto de dominación.
Pero, por otra parte, es necesario distinguir entre los ejércitos del siglo XIX y las modernas burocracias militares del siglo XX.
La historia política de los ejércitos latinoamericanos comprende tres etapas estrechamente vinculadas con el surgimiento y modernización del estado, y la “profesionalización” militar es una característica de dicha historia.
* Comenzaremos por la independencia, donde se inicia un periodo de militarismo sin militares; los jefes, generalmente militares improvisados que reclutaban montoneros, luchaban por el poder y vivían del pillaje, se desarrollan en un vacío institucional, construyendo un obstáculo para la construcción del estado. Este
constituye el sistema político de muchos naciones latinoamericanas durante el siglo XlX.
* Las necesidades de integrarse en la economía mundial, a los sectores dirigentes a construir un estado moderno, se crea un ejército nacional, se identifican con el personal político y administrativo y proviene de la clase dirigente.
Durante esta etapa se inicia un periodo de predominio civil y un eclipse del militarismo.
* La tercera etapa comienza a partir del siglo XX, en ciertos países es algo más tardía.
Los ejércitos se modernizan, tecnifican y reorganizan de acuerdo con el patrón de las instituciones militares más prestigiosas de la época, obtienen los recursos organizativos y morales para intervenir en la vida política de sus naciones.
La decisión de reorganizar el ejército proviene del intento de las autoridades de despolitizarlo, pero los resultados serán opuestos; porque al dotarlo de autonomía se les otorga el medio para su propia intervención política.
La modernización comienza por la profesionalización de los oficiales, que hacen del oficio militar una actividad permanente de tiempo completo, remunerado, que requiere estudios específicos y esta sujeta a normas burocráticas estrictamente codificadas.
La autonomía en el reclutamiento la pone a salvo de las presiones políticas directas, implica una selección vasado en criterios objetivos y teóricamente universalistas.
Debido al servicio militar obligatorio, los oficiales derivan un sentimiento de superioridad paternalista. Ello les permite constatar la evolución social-económica del país, y descubrir la miseria y la opresión, a la vez que da una dimensión profesional y corporativa a sus inquietudes sociales. De hay la ambigüedad de las actitudes militares y el comentado juego pendular de sus intervenciones políticas.
Al adquirir nuevas responsabilidades cívicas y nacionales y habiendo conquistado una mayor autonomía los militares no van a estar dispuesto a seguir desempeñando su papel de convidador de piedra.
Sus funciones los incitan a participar en los asuntos públicos.
Los problemas sociales o políticos suscitan la acción militar de los ejércitos latinoamericanos, fueron concebidos desde un comienzo como instrumento esencial para imponer orden interno y Pas social.
En cuanto a Centroamérica ocurrió algo “diferente”. Donde la aparición de los ejércitos de las pequeñas naciones de américa central; se trata de creaciones del ocupante estadounidense adiestrada por los marines. Se diferencia de los anteriores por su papel político y su carácter de guardianes pretorianos.
Estas tienen por misión asegurar la hegemonía estadounidense; tiene además de suprimir los viejos ejércitos facciosos de esos estados. Sus oficiales se forman o perfeccionan en las academias militares de los estados unidos.
En todos estos países donde se impulso el modelo de la guardia nacional (Cuba, Nicaragua, Republica Dominicana, Haití y Panamá) el estado era inexistente o absolutamente arcaico, y no existía ningún grupo social lo suficientemente fuerte y dinámico como para imponerse a sus rivales y emprender la modernización de las
estructuras administrativas y políticas; la modernización fue impuesta por un agente externo.
Pero estos ejércitos fueron incapaces de construir el núcleo del estado, ya que estuvieron disponibles para la aventura o ayudaron a multiplicar la inestabilidad contra lo que había sido creado.
Siguiendo el modelo establecido por Alain Rouquie (1984) podemos distinguir tres tipos de intervenciones militares: lo de los estados patrimoniales, las dictaduras preventivas y las que promocionan las revoluciones desde el estado mayor.
En el primer caso, se refiere a las eternas dictaduras centroamericanas como los de Trujillo y Somoza, que construyeron las riquezas de las familias ligadas al poder, controlando los grados superiores con el nombramiento de miembros de la familia pero tuvieron además soporte en la sociedad civil.
En el segundo, las dictaduras institucionales que actúan en beneficio de las clases dirigentes, en alianza con intereses internacionales; contra los sectores populares de la estructura social, como las dictaduras argentinas en 1966y 1976, chilenas 1973, y brasileñas en 1964.
El tercero, las dictaduras que intentan introducir reformas para apaciguar los conflictos sociales, que implican medidas como reforma agraria, una modernización institucional.
Consideremos ahora que los componentes comunes (desde cesarismo al totalitarismo) son el exclusivismo en el ejercicio del poder la restricción de las libertades civiles y los métodos drásticos de control social y político hasta alcanzar el extremo del “terrorismo de estado”.
Pero se puede decir que en américa latina durante el siglo XX se distinguen las dictadura ejercidas por un solo hombre i familia, de aquellas ejercidas por la fuerzas armadas como institución o a través de caudillos castrenses en el ámbito en el ámbito de la polémica, se ubica la definición de un régimen revolucionario que se inserta en la categoría de la “dictadura del proletariado” de los estados socialistas pero que conserva el rasgo de la concentración del poder personal que es propia de las dictaduras latinoamericanas tradicionales como cabria destacar:
Entre febrero y diciembre de 1930 los militares estuvieron envueltos en el derrocamiento del gobierno en no menos de seis naciones muy diferentes de América Latina: Argentina, Brasil, República Dominicana, Bolivia, Perú y Guatemala. En aquel mismo año se produjeron también cuatro intentos fallidos de hacerse con el poder por la fuerza en otros países latinoamericanos. Durante los dos años siguientes Ecuador y El Salvador en 1931 y Chile en 1932 se sumaron a la lista de países donde los militares habían provocado cambios imprevistos en la política y en el ejecutivo.
Con todo, la diversidad de situaciones —de hecho, la heterogeneidad de las sociedades y los sistemas políticos de América Latina— no permite hacer generalizaciones fáciles. Siguiendo la lógica del propio método comparativo, al estudiar el asunto desde una
perspectiva continental hay que prestar la debida atención a los matices, las reservas y las excepciones.
Es cierto que en el continente soplaba un viento militar. En vísperas de la segunda guerra mundial, la mayoría de las repúblicas de América Latina eran gobernadas por militares, a la vez que varias naciones que en apariencia eran controladas por civiles tenían a un general por presidente (Uruguay y México) o eran gobernadas por regímenes que eran fruto de «revoluciones» en las cuales los militares habían desempeñado un papel clave (Brasil y Argentina). Con todo, esta visión debe atenuarse, y no sólo porque ciertos países —por ejemplo, el Chile frentepopulista gobernado por el educador Pedro Aguirre Cerda, o la Colombia liberal presidida por el escritor Eduardo Santos— constituyeran claras excepciones de la regla. También deberíamos preguntarnos si la categoría «militar», cuando se emplea de esta manera, es suficientemente homogénea o siquiera pertinente. De hecho, el mismo concepto o la misma graduación militar puede ocultar realidades profundamente distintas y sistemas políticos totalmente inconmensurables. Cárdenas en México, Baldomir en Uruguay, Ubico en Guatemala, Trujillo en la República Dominicana, Carias en Honduras, Benavides en Perú, López Contreras en Venezuela, Peñaranda en Bolivia y Estigarribia en Paraguay ostentaban la graduación de general. Sin embargo, llegaron al poder de forma muy diversa y también eran muy diferentes los regímenes que presidían. Un gobierno «militar» no puede definirse meramente por la profesión del jefe del ejecutivo. (De aplicar semejante criterio, la quinta república francesa bajo el general De Gaulle no podría considerarse un gobierno constitucional, a la vez que el régimen uruguayo posterior a 1973 no aparecería como era, una dictadura de las fuerzas armadas, porque nominalmente lo presidía un civil.)
A efectos del análisis, podemos distinguir entre militarismo reiterado, casi institucionalizado, y autoritarismo llamado «cataclísmico» o «de ruptura», así como entre regímenes militares con proyectos socioeconómicos conservadores o contrarrevolucionarios y ciertas formas de militarismo reformista o progresista. Estas distinciones nos permiten discernir tres modos dominantes de poder militar en la América Latina contemporánea. La primera forma, que es sin duda la más característica, la constituye una tutela militar virtualmente permanente, aunque no estable, en la cual la excepción en términos constitucionales se ha convertido, de hecho, en la regla. Bajo una forma u otra, existieron repúblicas pretorianas de esta clase en Argentina y Brasil, así como en El Salvador y Guatemala, hasta mediados del decenio de 1980. En segundo lugar, Uruguay y Chile después de 1973 fueron ejemplos del «militarismo catastrófico», en el cual unos militares que antes respetaban una tradición democrática arraigada trataron de fundar un estado contrarrevolucionario. Finalmente, en el decenio de 1970, se intentó hacer revoluciones militares que abarcaban una amplia serie de actitudes reformistas y nacionalistas, sin participación de las masas pero no sin connotaciones populistas, en Perú, Bolivia y Panamá en particular, pero también, hasta cierto punto, en Ecuador y Honduras.
Repúblicas pretorianas: Argentina y Brasil
El militarismo latinoamericano contemporáneo se ha caracterizado por el dominio estable que los militares han ejercido sobre el estado más que por golpes de estado aislados y devastadores. La hegemonía militar duradera, donde ha existido, databa en su mayor parte de los años treinta. La tutela militar, que duró medio siglo, quedó prácticamente institucionalizada y el «factor militar» consiguió la categoría de socio político casi legítimo. Este papel militar recurrente transformó tanto el estado como las fuerzas armadas y éstas, cuya participación ya era cosa corriente, constituían fuerzas verdaderamente políticas.
En Argentina, la hegemonía militar adoptó muchas formas diferentes. El poder militar que tan brutalmente se instauró en marzo de 1976 no tuvo más de accidente imprevisible o infracción excepcional de las reglas que las dictaduras más benévolas que lo precedieron en 1943, 1955, 1962 y 1966. De los veintitrés presidentes, elegidos o no elegidos, que gobernaron Argentina entre 1930 y 1983, quince eran militares. Sólo dos presidentes elegidos concluyeron su mandato legal y ambos eran generales que jamás habrían alcanzado la presidencia de no haber sido por un oportuno golpe de estado: el general Agustín Pedro Justo, elegido en noviembre de 1931, después de que el golpe de estado del 6 de septiembre de 1930 derrocara al presidente radical Hipólito Yrigoyen; y el general Juan Domingo Perón, que fue elegido constitucionalmente en febrero de 1946 con el respaldo del movimiento obrero, pero que ya era el hombre fuerte del régimen militar instaurado por la «revolución» del 4 de junio de 1943. En todo este período ningún presidente elegido en el marco de una sucesión normal logró jamás llegar hasta el final de su mandato. La estabilidad de las autoridades legalmente constituidas en Argentina estaba condicionada por el apoyo que recibían de los militares, entre otros factores.
Las relaciones entre civiles y militares en Argentina, al menos hasta 1983, se concebían de forma totalmente distinta, y despertaron una serie profundamente distinta de expectativas, de las que predominan en los sistemas representativos, estables y pluralistas. Si la intervención militar en política no era legítima, al menos era legitimada por amplios sectores de la opinión pública. Lejos de provocar una santa alianza de toda la clase política o de fuerzas cívicas organizadas en defensa de instituciones representativas, cada levantamiento militar recibía el apoyo público o privado de los que se oponían a los que estaban en el poder.
Las intervenciones militares suspendieron por completo los procedimientos representativos, la militarización era todavía más patente, pero tomó formas variables bajo diferentes regímenes militares. Las instituciones burocrático-políticas que se instauraron después del golpe de estado de 1966 no eran las mismas, por ejemplo, que las instauradas tras el golpe de 1976. En el primero de los dos regímenes, el general-presidente, Juan Carlos Onganía, asumió todo el poder. Las fuerzas armadas como tales no gobernaban. Esto no quería decir que no hubiera intereses militares en las orientaciones del régimen y de sus instituciones. El ejecutivo monárquico que creo el general Onganía fue legitimado en términos de la defensa nacional y la inspiración de las nuevas leyes que se promulgaron fueron las hipótesis estratégicas del estado mayor y los requisitos nacionales tal como el mismo los definía.
En Brasil, las fuerzas armadas tuvieron el poder durante veintiún años después del golpe de estado de 1964. Pero, a diferencia de Argentina, esta situación fue excepcional, ya que, de hecho, nunca se había producido desde la caída del imperio en 1889. No obstante, la novedad radical de la actuación de los militares brasileños en términos institucionales fue acompañada de ideas y medidas más tradicionales en los terrenos económico y político, lo cual contradecía el concepto de una ruptura total con el pasado. A decir verdad, si consideramos las seis intervenciones militares habidas en Brasil desde 1930 (las cinco anteriores a 1964 no dieron lugar a una toma directa del poder), vemos que las fuerzas armadas intervinieron cuatro veces contra la democracia pluralista (en 1937, 1954, 1961 y 1964), y sólo dos veces para garantizar la legalidad constitucional (en 1945 y 1955). Dos intervenciones anteriores a la de 1964 (las de 1954 y 1961) pueden considerarse igualmente favorables a proyectos de desarrollo antinacionalistas y liberales desde el punto de vista económico. Ciertos observadores incluso han dicho de estas intervenciones que fueron «golpes de estado de prueba» contra el sistema político establecido. Esta secuencia de presiones e intervenciones reguladoras, en direcciones alternas, ha apoyado la tesis de que hasta 1964 las fuerzas armadas brasileñas ejercieron un «poder moderador» que habían heredado del emperador. Pero reducir los militares a este modelo atribuye a su comportamiento una coherencia política y una unidad de puntos de vista de las que carecía por completo.
El régimen que se instauró después del golpe de estado de 1964 propuso ideas ultraliberales en los asuntos económicos. Con todo, uno de sus rasgos destacados fue la expansión del sector público y del capitalismo de estado. El crecimiento del sector industrial estatal, en particular, fue uno de los rasgos más paradójicos de Brasil bajo los militares.
En las repúblicas pretorianas, las fuerzas armadas, una vez en el poder, tendían a invadir el estado, sin que importase el respeto que sus líderes siguieran concediendo a las instituciones representativas. En Brasil, el régimen, siempre dispuesto a modificar las reglas del juego cuando quiera que no le fuesen favorables, no titubeó en concentrar en el ejecutivo los atributos de los demás poderes.
El estado contrarrevolucionario: Chile y Uruguay después de 1973
En 1973 Chile y Uruguay, a pesar de su larga tradición de estabilidad democrática y de sumisión militar a la autoridad civil, sufrieron, de forma virtualmente simultánea, feroces y duraderas intervenciones militares. En Chile, la subordinación militar no se había visto seriamente amenazada desde 1932. En Uruguay, los militares nunca habían tenido parte en el poder durante el siglo xx. (Se ha dicho que a principios del decenio de 1960 los
uruguayos habían olvidado que su ejército existía.) No obstante, las dictaduras militares que en 1973 se instauraron en estas dos ex islas de democracia resultaron estar entre las más represivas del continente. En Chile, el golpe de estado fue uno de los más sangrientos de la historia del continente.
Chile La explicación del cambio radical que se produjo en la actitud de los militares chilenos está tanto en las mutaciones habidas en el sistema político y las fuerzas armadas como en la inesperada elección de un presidente socialista minoritario en 1970. En 1964, para hacer frente a la ascensión de la izquierda agrupada alrededor de la figura de Salvador Allende, los democratacristianos, con la ayuda de los Estados Unidos, habían presentado un programa ambicioso e innovador para una «revolución en libertad», pensado para colocar a Chile en una senda «no capitalista» y sin riesgos que llevaría el país al desarrollo, en consonancia con la «doctrina social de la Iglesia».
Este fue el contexto en que Salvador Allende, el candidato de la Unidad Popular, resultó elegido presidente de Chile en 1970, con sólo el 36 por 100 de los votos. Su programa para una transición pacífica y parlamentaria al socialismo se vio sometido desde el primer momento a condiciones paralizantes, ya que, siquiera para sobrevivir, el gobierno de la Unidad Popular tenía que permanecer dentro del marco de las instituciones burguesas y respetar el sistema constitucional que le había permitido acceder al poder. Se dice que Allende declaró que «la legalidad es mi fuerza», pero era también su debilidad al encontrarse ante un Congreso, una judicatura y un funcionariado, así como la mayoría del electorado, que sin excepción eran hostiles a su programa. Las fuerzas armadas, celosas de su monopolio de la violencia y las armas, habían constituido la piedra de toque y la garantía de las instituciones del país. Ahora se convirtieron en el terreno donde tendrían lugar los principales enfrentamientos políticos que empezaban a producirse, además de ser lo que realmente estaba en juego en ellos.
Las fuerzas armadas chilenas mantenían lazos muy estrechos con los Estados Unidos. A decir verdad, Chile era uno de los principales beneficiarios de la ayuda militar que los norteamericanos prestaban a América Latina, superado sólo por Brasil y delante de países tales como Perú, Colombia y Bolivia, que tenían que luchar contra guerrilleros casuistas.
La violencia del golpe de estado chileno fue inesperada. El movimiento contrarrevolucionario no se parecía en nada a los golpes pacíficos, análogos a las crisis ministeriales en los regímenes parlamentarios, que habían salpicado la historia de otros países latinoamericanos y en particular de las repúblicas pretorianas que existían desde hacía mucho tiempo. La inexperiencia política de los militares chilenos, que sólo sabían hacer la guerra, no era la única explicación. El carácter sanguinario de las operaciones militares lo dictaron los imperativos de la situación tal como la percibían los líderes de la rebelión. El terror, la intimidación primero del personal militar leal y luego de los civiles que habían apoyado al régimen caído, tenía por objetivo hacer que futuros acuerdos resultaran imposibles. La sangre derramada descartaba la opción de que se restaurase la derecha civilizada. Los golpistas no habían actuado para favorecer los intereses de los democratacristianos, a pesar de la ayuda importante que éstos les habían prestado.
Si en Chile la existencia de un proyecto de transformación socialista provocó un giro de 180 grados bajo la égida de los militares, en 1973 Uruguay, que era gobernado por el presidente civil de derechas Juan María Bordaberry, parecía estar a salvo de una ruptura institucional parecida. En efecto, de lo que se trataba no era de la orientación política del gobierno, sino de la bancarrota de determinado modo de desarrollo nacional. Debido a sus ventajas naturales y a su población relativamente pequeña y homogénea, de origen
predominantemente europeo, a principios de siglo Uruguay se había convertido en un importante exportador de carne y lana. El éxito de la ganadería permitió al país introducir muy pronto una legislación social avanzada. De esta manera, el estado redistribuyó una parte significativa de la renta que generaba el comercio exterior. Sin embargo, la excesiva urbanización de esta ciudad-estado y la expansión de la burocracia pública contribuyeron a perpetuar las estructuras agrarias tradicionales, cuya productividad era baja. La agricultura no sólo había financiado el desarrollo urbano uruguayo, sino que también había contribuido significativamente a la armonía social. En cierto sentido, los latifundios eran la base del estado del bienestar. Las grandes propiedades agrarias coexistían con una especie de socialismo urbano, de tal modo que las pautas de consumo de un país desarrollado dependían de una economía subdesarrollada. Se había logrado la estabilidad social y política, pero el precio habían sido unos bajos niveles de eficiencia productiva y una mediocre capacidad de adaptación a los cambios del entorno económico.
Hasta entonces las fuerzas armadas uruguayas habían permanecido más ausentes que calladas. El Partido Colorado, que gobernó sin interrupción durante noventa y tres años, de 1865 a 1958, como partido hegemónico y modernizador, creó las fuerzas armadas a su propia imagen: civilistas (contrarias a que los militares participaran en política) y coloradas. Este hecho se ha citado como una de las razones del historial no intervencionista de los militares uruguayos. En realidad, las fuerzas armadas no eran autónomas y, al estar vinculadas a una familia política concreta, no se consideraban situadas por encima de los partidos, con derecho a erigirse en autoridad suprema y garante de los intereses nacionales.
Revoluciones militares: Perú, Bolivia, Panamá, Ecuador
Los golpes de estado militares que se autoproclaman progresistas, cuyos líderes afirman estar al lado del pueblo, generalmente inspiran un profundo escepticismo cuando aparecen en América Latina. Los observadores han tendido a atribuir la nueva postura de las fuerzas armadas a una estrategia del «imperialismo» o al oportunismo de los militares. Sin embargo, el golpe de estado peruano del 3 de octubre de 1968 no puede equipararse sencillamente con los de Brasil en 1964, Argentina en 1966 y 1976 o Chile y Uruguay en 1973. Y tampoco fue el «nacionalismo revolucionario» de los militares peruanos un caso aislado, fruto de una singularidad nacional intransferible. La subida al poder en Bolivia del general Ovando en septiembre de 1969, y, transcurridos unos meses, del general Torres, pareció confirmar la experiencia peruana despojándola de su singularidad. El estilo de actuación que en el mismo período, en un contexto geopolítico e institucional muy diferente, adoptó la guardia nacional panameña a instancias del general Torrijos mostraba un parecido suficiente con los dos regímenes andinos para descartar toda explicación estrictamente geográfica del fenómeno. Las fuerzas armadas que se hicieron con el poder en Ecuador en febrero de 1972 también apelaron al nacionalismo revolucionario al promulgar sus reformas. Y sus medidas se hicieron eco del programa «destinado a poner
al día la economía y la sociedad nacional» que los militares hondureños estaban tratando de poner en práctica en su país en aquel momento.
El gobierno de los militares parece caracterizarse de forma especial por regresiones bruscas, inesperadas oscilaciones del péndulo y giros de 180 grados. Los acontecimientos de Bolivia, Ecuador y Perú dan testimonio de esta tendencia, como lo dan también los de Honduras, aunque en este país la desviación fue en sentido contrario desde el punto de vista político. Sin embargo, no deja de ser interesante examinar las raíces y los objetivos de estas revoluciones dirigidas por el estado mayor. Según parece, en Perú los militares tomaron el poder con el fin de llevar a cabo desde una posición de fuerza las reformas que el débil gobierno civil derrocado por ellos había sido incapaz de poner en práctica. A tal efecto, la junta que sustituyó al presidente Fernando Belaúnde Terry lucharía en dos frentes: la modernización de la sociedad peruana, que seguía siendo extremadamente arcaica; y la reducción de la dependencia exterior del país sin perder de vista las limitaciones geopolíticas.
Cronología de los golpes de estado habidos en el decenio de 1960:
Fecha País Presidente derrocado
> Marzo de 1962 -Argentina Arturo Frondizi
> Julio de 1962 Perú Manuel Prado y Ugarteche
> Marzo de 1963 Guatemala Miguel Ydígoras Fuentes
> Julio de 1963 Ecuador C. Julio Arosemena Monroy
> Septiembre de 1963 República Dominicana Juan Bosch
> Octubre de 1963 Honduras Ramón Villeda Morales
> Abril de 1964 Brasil Jo3o Goulart
> Noviembre de 1964 Bolivia Víctor Paz Estenssoro
> Junio de 1966 Argentina Arturo Illia
El calendario de la democratización fue el siguiente:
Fecha País Primer presidente civil
> 1979 Ecuador Jaime Roídos Aguilera
> 1980 Perú Fernando Belaúnde Terry
> 1982 Honduras Roberto Suazo Córdova
> Bolivia Hernán Siles Zuazo
> 1983 Argentina Raúl Ricardo Alfonsín
> 1984 El Salvador José Napoleón Duarte
> 1985 Uruguay Julio María Sanguinetti
> Brasil José Sarney
> 1986 Guatemala Vinicio Cerezo Arévalo
> 1989 [Paraguay] [General Andrés Rodríguez Pedotti]
> Panamá Guillermo Endara Galimany
> 1990 Chile Patricio Aylwin Azoca
En el mundo existen diversos sistemas de gobierno o formas políticas de dirigir un país u/o territorio, ya sea a través de una: Democracia, Dictadura, Comunismo, Monarquía, etc.
Sea cual fuere de ellas, son sistemas políticos con sus similitudes y diferencias entre ellas, cada una tiene un procedimiento, un objetivo un propósito al cual debe llegar, su resultado dependerá de la persona que ejerza esa responsabilidad y de todo un grupo de factores y que lo rodean.
BIBLIOGRAFIA:
* Historia de América en los siglos XlX y XX.
Aut. Horacio Gaggero /Alicia F. Garro / Silvia C. Mantiñan.
Ed. AIQUE.
* El Pensamiento Político Latinoamericano
Aut. José Luis Romero.
Ed. a-Z.
* Documentos / Página 12
* Internet (Diccionario de la Real Academia española)
* Historia – El Periodo entre guerras 4° (libro de secundaria)
Ed. Estrada.
Aut. Barios.
* Diccionario océano.
* HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
Au. LESLIE BETHELL.
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